"Huellas Poéticas es un rincón dedicado a los versos que nos llegan al alma. Aquí comparto la poesía de grandes autores, desde poemas clásicos que trascienden en el tiempo hasta nuevos descubrimientos, este espacio está diseñado para quienes encuentran en la poesía un refugio. Cada poema deja una huella, y juntos seguimos sus pasos."
...Y sonríen, a veces, cuando hablan. Y se dicen , incluso, palabras de amor. Pero se aman de dos en dos para odiar de mil en mil. Y guardan toneladas de asco por cada milímetro de dicha. Y parecen -nada más que parecen- felices, y hablan con el fin de ocultar esa amargura inevitable, y cuántas veces no lo consiguen, como no puedo yo ocultarla por más tiempo; esta desesperante, estéril, larga ciega desolación por cualquier cosa que -hacia donde no sé-, lenta, me arrastra.
Recuerdo bien a mi madre. Tenía miedo del viento, era pequeña de estatura, la asustaban los truenos, y las guerras siempre estaba temiéndolas de lejos, desde antes de la última ruptura del Tratado suscrito por todos los ministros de asuntos exteriores. Recuerdo que yo no comprendía. El viento se llevaba silbando las hojas de los árboles, y era como un alegre barrendero que dejaba las niñas despeinadas y enteras, con las piernas desnudas e inocentes.
Por otra parte, el trueno tronaba demasiado, era imposible soportar sin horror esa estridencia, aunque jamás ocurría nada luego: la lluvia se encargaba de borrar el dibujo violento del relámpago y el arco iris ponía un bucólico fin a tanto estrépito.
Llegó también la guerra un mal verano. Llegó después la paz, tras un invierno todavía peor. Esa vez, sin embargo, no devolvió lo arrebatado el viento. Ni la lluvia pudo borrar las huellas de la sangre. Perdido para siempre lo perdido, atrás quedó definitivamente muerto lo que fue muerto.
Por eso (y por más cosas) recuerdo muchas veces a mi madre:
cuando el viento se adueña de las calles de la noche, y golpea las puertas, y huye, y deja un rastro de cristales y de ramas rotas, que al alba la ciudad muestra desolada y lívida;
cuando el rayo hiende el aire, y crepita, y cae en tierra, trazando surcos de carbón y fuego, erizando los lomos de los gatos y trastocando el norte de las brújulas;
y, sobre todo, cuando la guerra ha comenzado, lejos —nos dicen— y pequeña —no hay de qué preocuparse—, cubriendo de cadáveres mínimos distantes territorios, de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños…
Largo es el arte; la vida en cambio corta como un cuchillo Pero nada ya ahora -ni siquiera la muerte, por su parte inmensa- podrá evitarlo: exento, libre, como la niebla que al romper el día los hondos valles del invierno exhalan, creciente en un espacio sin fronteras, ese amor ya sin ti me amará siempre.