La primera vez que dijo mi nombre,
caí en la cuenta de lo mucho que me pesaba ser yo,
luego dio una profunda calada a su cigarro
como si el mundo entero dependiera de su boca
y yo, que nunca he querido ser nada,
ni siquiera héroe,
quise ser de humo.
Llevaba un vestido negro y flores en el pelo,
se había colocado una sonrisa bien temprano
y la mueca de felicidad se le extendía por el rostro
como una enfermedad terminal.
Igual que aquel montoncito de pecas
por encima del escote,
como si su piel estuviera en constante guerra
por cambiar de color.
No tenía edad ni venia de ningún sitio,
se llamaba Marlene aunque era mentira,
como mentira eran sus tetas de tres mil euros
en una clinica ilegal
o sus manos de construir amaneceres en la playa
en una ciudad donde el mar solo habitaba
en las postales de los estancos.
Se llamaba Marlene y era mentira
pero yo a las tres de la madrugada
de todas las noches de mi vida
siempre he dejado que me engañen.
Marlene hizo de otoño y marchitó las flores de su cabello,
enlutó el suelo de la habitación con su vestido negro
y desnuda en diez segundos de paisaje
desfilaron por mis neuronas muertas
todas las mujeres de mi vida
en una interminable huelga de caricias.
Y hubieron besos pornográficos
y un suicidio colectivo de espermatozoides
en el prohibido el paso de sus piernas,
luego con la vista perdida
en un horizonte lejano de mi pecho
se encendió otro cigarro y volvió a nombrarme
y yo, que nunca he querido ser de nadie,
ni siquiera mío,
quise ser de humo, de su boca y suyo.
Ernesto Pérez Vallejo ©