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martes, 18 de marzo de 2025

Rima LXXIII

Cerraron sus ojos,
que aun tenía abiertos;
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
   La luz, que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho,
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
    Despertaba el día
y a su albor primero,
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterios,
de luz y tinieblas,
medité un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
   De la casa, en hombros,
lleváronla al templo,
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
   Al dar de las ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos;
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron
y el santo recinto
quedose desierto.
   De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba...
que pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
   De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
   Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapáronle luego,
y con un saludo
despidiose el duelo.
   La piqueta al hombro,
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
reinaba el silencio;
perdido en las sombras,
medité un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
   En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero
de la pobre niña
a solas me acuerdo.
   Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo,
del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos!...
   ¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es vil materia,
podredumbre y cieno?
¡No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
que al par nos infunde
repugnancia y duelo,
al dejar tan tristes,
tan solos los muertos!

Gustavo Adolfo Bécquer©
rosas negras


domingo, 16 de marzo de 2025

Rima LXXIV

Las ropas desceñidas,
       desnudas las espaldas,
en el dintel de oro de la puerta
       dos ángeles velaban.
      Me aproximé a los hierros
       que defienden la entrada
y de las dobles rejas, en el fondo,
       la vi confusa y blanca.
      La vi como la imagen
       que en leve ensueño pasa,
como el rayo de luz tenue y difuso
       que entre tinieblas nada.
      Me sentí de un ardiente
       deseo llena el alma
¡como atrae un abismo, aquel misterio
       hacia sí me arrastraba!
   Mas ¡ay!, que de los ángeles
parecían decirme las miradas
      -¡El umbral de esta puerta
      sólo Dios lo traspasa!

Gustavo Adolfo Bécquer©️


jueves, 19 de septiembre de 2024

Rima LXXV

¿Será verdad que cuando toca el sueño
con sus dedos de rosa nuestros ojos
de la cárcel que habita huye el espíritu
en vuelo presuroso?

¿Será verdad que, huésped de las nieblas
de la brisa nocturna al tenue soplo,
alado sube a la región vacía
a encontrarse con otros?

¿Y allí, desnudo de la humana forma;
allí, los lazos terrenales rotos,
breves horas habita de la idea
el mundo silencioso?

¿Y ríe y llora, y aborrece y ama,
y guarda un rastro del dolor y el gozo,
semejante al que deja cuando cruza
el cielo un meteoro?

¡Yo no sé si ese mundo de visiones
vive fuera o va dentro de nosotros;
pero sé que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco!

Gustavo Adolfo Bécquer ©




lunes, 16 de septiembre de 2024

Rima LXXVI

En la imponente nave
del templo bizantino
vi la gótica tumba a la indecisa
luz que temblaba en los pintados.

Las manos sobre el pecho,
y en las manos un libro,
una mujer hermosa reposaba
sobre la urna del cincel prodigio.

Del cuerpo abandonado
al dulce peso hundido,
cual si de blanda pluma, y raso fuera,
se plegaba su lecho de granito.

De la postrer sonrisa
el resplandor divino
guardaba el rostro como el cielo guarda
del sol que muere el rayo fugitivo.

Del cabezal de piedra,
sentados en el filo,
dos ángeles, el dedo sobre el labio,
imponían silencio en el recinto.

No parecía muerta;
de los arcos macizos
parecía dormir en la penumbra
y que en sueños veía el paraíso.

Me acerqué de la nave
al ángulo sombrío
como quien llega con callada planta
junto a la cuna donde duerme un niño.

La contemplé un momento,
y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedra que ofrecía
próximo al muro otro lugar vacío,
en el alma avivaron
la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte,
para la que un instante son los siglos...

Cansado del combate
en que luchando vivo,
alguna vez recuerdo con envidia
aquel rincón oscuro y escondido.

De aquella muda y pálida
mujer me acuerdo y digo:
¡oh qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!

Gustavo Adolfo Bécquer©